miércoles, enero 23, 2008

TORTULEE






Debido a la inactividad en que ha caído desde hace un tiempo este blog, un ente desconoocido ha aparecido por aquí para colocar una entrada y dar un poco de vida a tal extraño lugar. Y el ente extraño lo ha hecho en forma de cuento. Un cuento nunca oído, ni parecido siquiera. Ahí va, para gloria y gozo de todos los habitantes de Fuencisla, tan largo tiempo olvidados...






EL PRIMER LIBRO DE TORTULEE

A la tortuga Tortulee, que tenía como mínimo 300 años, a veces se le olvidaba alguna cosilla y era normal ya que con tantos años tenía muchísimas cosas para acordarse. Vivía en un pueblo muy bonito que se llamaba Carrizosa, en el primer bosquecillo que hay yendo hacia las lagunas de Ruidera, dentro de una enorme encina casi hueca.

Para acordarse de todo, cuando tenía tiempo, miraba sus antiguas fotografías y, sobre todo, leía a menudo sus viejos libros, que guardaba con mucho cuidado dentro de su caparazón. Tenía tantos libros que cuando caminaba lo tenía que hacer muy despacio, pero a ella no le importaba.

Aquel día, mientras iba con prisas a la compra, tropezó en una piedra resbaladiza y dio una vuelta de campana, con lo que todos sus libros por el accidente quedaron esparcidos por el suelo. Empezó a recogerlos y el primero que cogió fue uno muy pequeño. Era el primer libro que había tenido en su vida y estaba tan al fondo del caparazón que hacía muchísimo tiempo que no lo había leído, así que lo abrió y empezó a recordar.

Hablaba del mar. Tortulee no siempre había sido una tortuga de tierra, hacía muchísimo tiempo que había sido una tortuga marina. Así que se acordó del mar, recordó que es casi tan grande como el cielo, y un montón de imágenes de golpe vinieron a su memoria. Se vio nadando junto a los salmones y los delfines, persiguiendo a las pescadillas pues, en el mar, las tortugas, tan torpes en tierra firme, son casi las más veloces, incluso cargadas de libros.

También recordó que no se llamaba todavía Tortulee. Como era muy pequeña se llamaba Tortulin, aunque todos la llamaban Tortolin.

Aquella mañana de domingo iba con sus papás y escuchó como le decían: ‘Tortulin, no te quedes atrás que llevamos prisa’, pero Tortolin no hizo demasiado caso ya que se encontraba entretenida mirando uno de esos tesoros hundidos que tanto abundan en las profundidades del mar. Tenía muy dorados colores y collares brillantes, pero era bastante inútil hasta que lo descubriera algún buceador, ya que tenía un sabor agrio como el vinagre y a las tortugas, como al resto de los animales marinos, lo único que provocaba su consumo era dolor de tripa y ojeras.

Tortolin, que no lo sabía, fue a probarlo y tuvo la fortuna de que una ola gigante que pasaba por allí, para salvarla, tuvo que darle varias vueltas de campana, de manera que cuando se hubo recuperado ya no había tesoro, pero tampoco estaban sus papás. Menos mal que todavía no le gustaba leer, porque fueron tan grandes las vueltas que se hubieran perdido, por lo menos, más de la mitad de la colección de libros.

Tortolin con lágrimas en los ojos empezó a buscar a sus padres, Tortupá y Tortumá, sin resultado. Se había perdido.

Para su desgracia, como no había leído casi nada, no conocía el significado de las señales de tráfico que hay clavadas en el fondo del mar para orientarse, así que no se percató de las advertencias de dirección prohibida para tortugas, ni de las flechas que indicaban que, en su afán de buscar a sus papás, nadaba en dirección a la cueva.

La cueva era un sitio donde se reunían todos los peces que eran demasiado perezosos para leer. Era muy oscuro para que nadie pudiera abrir ningún libro a escondidas y con mucho ruido para que tampoco se pudiera contar ninguna historia. Como allí, prácticamente, no se podía hacer nada interesante, los peces estaban muy aburridos y para entretenerse se tiraban unos contra otros, hacían disparates y hasta se daban besos con saliva. Para colmo, como estaba todo tan oscuro, nadie se daba cuenta de quien era quién tenía la culpa.

A Tortolín, aunque le daba mucho miedo todo aquel desbarajuste, por otro lado, le atraía como si fuera un imán de caparazones y es que, a veces, en el reino de la tortugas, las cosas más feas son las que más poderosamente despiertan nuestra atención.

Nada más entrar en la cueva le dieron a Tortolín bastante cigarrillos para que pudiera soportar sin marearse el desagradable olor de tantos peces sudando, aunque era bastante absurdo, ya que el tabaco, si cabe, marea más todavía.

Varios tiburones merodeaban por la cueva y al ver al Tortolín se pusieron muy contentos mientras sus afilados dientes se ponían largos.

Cuando Tortolín, que había dejado de llorar, tenía los ojos muy abiertos para no perderse ningún detalle de los secretos que guardaba la oscuridad de la cueva, una mano poderosa lo arrastró tirando fuertemente de sus orejas. Como eran más fuerte que él no podía oponer gran resistencia, pero Tortolín empezó a exigir valientemente sus derechos.

Aunque no los podía gritar con demasiada seguridad pues todavía no los había leído, ni siquiera los expresaba comprensiblemente. La verdad es que, por mucho que se esforzaba, no convencía a nadie y el fuerte ruido fue aplacando sus protestas hasta que Tortolin se quedó callado, cerrando rendido por último los ojos.

Cuando los volvió a abrir, ya fuera de la cueva, vio que era su papá, Tortupá, quien la arrastraba de ese modo. Había llegado hasta allí siguiendo el rastro de sus lágrimas. Le dio un abrazo muy grande y le regaló su primer libro: “Los derechos de Tortulin”, para que te lo aprendas, le dijo, y no te pongas a llorar sin saber qué hacer cuando tengas que defenderte de alguna injusticia.

Y Tortulín se quedo tranquila, durmiendo en los brazos de su papá, deseando que llegara mañana para saber lo que decía aquel libro, porque, por hoy, le pareció que ya había aprendido bastante.