viernes, marzo 14, 2008

LA MITAD DEL MUNDO


La nueva carretera oriental bordea Quito dirigiéndose hacia el Norte. Los árboles cubren por completo las montañas andinas que rodean la ciudad y le dan forma en el fondo del valle como si se tratara de un molde.
Quito aparece un poco y desaparece completamente entre la exuberancia de vegetación conforme el auto avanza, para hacernos comprender la enorme fuerza que tiene la naturaleza aquí, en el centro del mundo, frente a la que poco pueden hacer los puentes o los túneles, o cualquier otra insignificante construcción humana.
Todo es verde, todo es grande, salvo la delgada línea gris de la carretera, que a lo lejos se ve obligada a curvarse en todas las direcciones guardando el equilibrio precario de un funambulista.
En el ecuador terrestre, hasta el mismo cielo está en peligro frente a la robustez de la sierra que asciende cubierta bajo un manto de espesas coníferas. Al interior de esos bosques, quizás, ni siquiera llegue la luz del mismo sol que ya adoraban los antiguos incas, atraídos irremediablemente por la altura inimitable que aquí consigue.
Unos edificios amarillos de numerosos pisos se alzan orgullosos sobre una colina. No me da tiempo a fotografiarlos por la velocidad del carro y, es una pena, porque tengo la sensación de que, al regreso, seguramente ya estarán ocultos y absorbidos. Conforme nos acercamos a la mitad del mundo, más densidad adquiere el paisaje. Esto es una confabulación entre la roca, el agua y las raíces.

En el año 1736, un grupo de científicos de la academia francesa, que incluía a dos españoles y un ecuatoriano, llegaron a estas tierras para continuar sus investigaciones. Después de ocho años de trabajo, calcularon la situación exacta del ecuador terrestre, determinaron que la forma de la tierra es más abultada en el centro que en los polos, y sentaron las bases del sistema métrico actual. Ignoro cómo pudieron realizar estos descubrimientos y qué métodos siguieron para conocer con exactitud la latitud y la longitud pero, lo que es seguro, es que en sus observaciones del cielo y de la tierra tuvo la máxima importancia la extraordinaria belleza de este lugar, arriba, en el centro del mundo y en el medio de los Andes.


Doscientos años después se construyó justo en la línea del ecuador, en honor a estas investigaciones, la Torre de la Mitad del Mundo. Se accede pagando dos dólares si eres ecuatoriano, tres, si eres extranjero. Como esto también ocurre en otros lugares turísticos y no se exige documentación acreditativa, a partir de este momento somos ciudadanos ecuatorianos. Esto es fácil siempre que no hablemos, cosa muy sencilla pues, aquí, con mirar en suficiente.
En el interior hay un museo etnográfico, donde están presentes las diferentes regiones del Ecuador. Subimos por las escaleras. Conforme se asciende, en cada piso, vas descubriendo los distintos pueblos indígenas que todavía hoy viven aquí. Hay muestras de sus vestidos, sus armas, sus instrumentos musicales, sus canoas...
Al final llegamos a la cúspide de la torre, a cielo abierto. Siete colinas nos rodean, situándonos en el centro. Hace sol, las nubes cubren ligeramente las cumbres.
A mi derecha se encuentra el hemisferio Norte, a mi izquierda el hemisferio Sur. Respiro el aire. Miro la sierra.
Ahora, justamente en el centro de mí mismo se encuentra el centro del mundo.

martes, marzo 11, 2008

EL ACCIDENTE

El día 9 de Febrero, Sandra viajaba con su familia desde Ambato hacia Quito. Eran las 13:00 horas y, ya en las inmediaciones de la capital, fue cuando se produjo el accidente.
A pesar de la gravedad del mismo, la mayoría de los ocupantes del vehículo pronto recibirán el alta médica, según parece. Únicamente Sandra y su mamá han sufrido lesiones importantes. La primera se encuentra inconsciente en la UCI y es urgente su traslado a otro hospital menos caro para poder hacer frente a los gastos. La segunda está siendo intervenida quirúrgicamente en el Hospital Adventista Jerusalén, situado en la Avenida del 10 de Agosto, fecha conmemorativa de la independencia del Ecuador.

Las familias ecuatorianas, que son enormes ya que incluyen toda clase de hijos, nietos y a gran número de tíos, sobrinos y primos, suelen reunirse los domingos por la mañana, aunque las tiendas permanezcan abiertas, al igual que los negocios particulares que dan trabajo a gran parte de la población.
Ayer llegamos y hoy, día 10 de Febrero, también nosotros formamos parte de una de estas enormes familia, me parece que en calidad de suegros. Vamos a visitar a los accidentados.
Un par de carros, que aquí tienen adosado un remolque, bastan para desplazar a los veinte miembros de la familia. Nuestros vehículos se desplazan por Quito de un pequeño hospital a otro hospital. En el camino nos cruzamos con muchos autos similares, es decir, atiborrados de gente. Así tiene que ser para que quepamos todos. Los niños van en brazos y los cintos de seguridad no se utilizan pese a ser obligatorios para los conductores. A veces, en las aglomeraciones, se produce alguna invasión de vía (circular por dirección prohibida) que los policías de tránsito recriminan severamente, aunque a sabiendas de que nadie les hará demasiado caso, quizás porque no van armados, al contrario que los agentes de seguridad privados.


Los hospitales quiteños, al igual que otro gran número de establecimientos, están custodiados por uno o varios guardias de seguridad de no más de veinte años que suelen patrullar en la pequeña sala de recepción.
El muchacho que cuida el hospital, fuertemente armado como la función que desempeña exige, está serio aunque no parece preocupado en exceso. A la vista de todos se encuentra su pistola y la correspondiente gran cantidad de munición, cuando no algún otro arma más pesada y, por tanto, con un grado de disuasión más elevado. ¿Qué se podrá robar en un hospital?. ¿Bisturís?.
En un alarde de condescendencia se dirige al televisor, situado en el rincón superior de una esquina, y orienta las antenas para que el canal donde se emite bien una telenovela o bien dibujos animados, sea captado sin distorsiones. En la televisión siempre hay telenovelas o dibujos animados. En España lo que siempre hay son anuncios.

En el hospital no hay ni amplitud, ni ascensores, ni enfermeras vestidas de blanco. Las escaleras de acceso a los pisos donde se encuentran los pacientes son curvadas y estrechas.
Una camilla desciende tortuosamente por ellas.
El enfermo respira con dificultad, al igual que los cuidadores que lo transportan. Todos nos apartamos para dejar el poco paso libre y la camilla se pierde peligrosamente hacia abajo, donde el guardia vigila y los niños miran muy quietecitos la televisión, salvo el más pequeño, que es tan pequeño que todavía no se da cuenta de la tragedia y da guerra, para desesperación de su abnegada madre que no le quita ojo.

Ante la puerta de cada enfermo, los hombres de la familia esperan sentados en bancos de madera. Antes de entrar o salir todos se estrechan, de uno en uno, las manos. Es una costumbre ancestral que se efectúa sin excusas siempre. Las mujeres, dentro de la habitación, están encargadas de administrar los cuidados al paciente, que incluyen muchas sonrisas.

Una señora de la limpieza equipada con una fregona aparece por una puerta señalizada como Quirófano y continúa fregando ahora el pasillo.
Regularmente, cada par de días, hay que bajar a las oficinas para pagar los tratamientos que el médico ha prescrito. En esta ocasión, ha surgido algún problema. Según parece el hospital no admite billetes mayores de veinte dólares, porque circulan falsificaciones. El banco, para cambiar, los domingos cierra.
Ya he leído, en otros lugares, letreros que advierten que el billete falso será perforado, junto a algún billete de ejemplo repleto de agujeros.
No sé qué solución se habrá adoptado. Lo que sí sé es que estas gentes que viajan juntos, ríen y lloran juntos, tienen también un destino común, como los piñones de la misma piña.

Aún cuando los enfermos no están completamente restablecidos se les da de alta para que sigan la recuperación en casa, ya que resulta más económico. Salen con visibles vendas blancas, en brazos de su mamá si son pequeños o cojeando y apoyándose en los hombros de alguien cercano los mayores. El coche de la familia les espera aparcado abajo. Detrás del enfermo, que va el primero, vienen todos los familiares acompañando. Las ambulancias se utilizan para otros traslados más urgentes.

El accidente no debe influir en la vida de la familia. No se deben alterar los trabajos, los planes, los compromisos, la boda.
Basta que los familiares se dejen ver, un gesto diciendo que todavía se puede contar con ellos.
Una hermana de Sandra, cuya hija sigue hospitalizada, aunque fuera de peligro, dice que es una fatalidad, se excusa de no poder atender bien a los españoles, les anima a que disfruten del Ecuador que es un país muy lindo. Como no tengo a mano el libro de las frases apropiadas para cada momento, no encuentro palabras para animarla, además, sería inútil, ya que tengo un nudo en la garganta.
Quizás haya algunas plazas vacías en la boda de Patricia. Los enfermos y sus familiares más allegados.


Seguimos con nuestro viaje. Para mí todas las calles son iguales. Bazares, locutorios, comedores, fruterías y gente. Se vive en la calle.
Soy un extra en esta representación de la vida o quizás un espectador. Me llevan por calles desconocidas sin saber siquiera adonde.
Subiendo una cuesta se llega hasta la casa de Carlos. Allí en la acera me da un cigarro Lucho, el padre de Patricia. Fumamos Lark, fabricado en Ecuador bajo licencia Phillip Morris, los que se consumen aquí.
Quito es un conjunto inmenso de casas que, partiendo del fondo del valle y ascendiendo por las laderas, intenta llegar a las próximas cumbres sin conseguirlo.
Quito, al igual que los quiteños, quiere subir pero hay barreras que lo impiden.
Los árboles desde arriba miran el revoltijo selvático de las casas, sin darles demasiado importancia a pesar de su número. Parece que Quito sea el único lugar del Ecuador donde haya tantas casas como árboles.

En Quito, como en Ecuador, si estás enfermo y no tienes dinero te mueres, dice alguien. Nadie lo rebate.

viernes, marzo 07, 2008

EL RECIBIMIENTO EN EL ECUADOR

En el Aeropuerto Internacional de Quito los viajeros son bien recibidos. Por cada pasajero que llega, hay decenas de personas esperando. Son personas sencillas, amables, que solo quieren dispensar la mejor acogida.

Desde el avión no se es consciente de ello, pero ya tras unas cristaleras ellos reconocen el aparato que esperan, ven tensos el aterrizaje y cuando las ruedas entran en contacto con la tierra firme, respiran. Tienen los ojos protegidos del inmenso sol con las palmas de las manos y miran el cielo sonriendo.
Así espera el Ecuador la llegada de los aviones porque el cielo les devuelve el otro Ecuador, el lejano, el que no está justamente en la mitad del mundo, el perdido por largo tiempo.


Una vez en tierra, el cansado viajero es presentado transportándolo sobre una escalera mecánica frente a la bulliciosa cristalera que separa el que viene de los que esperan. Se agitan muchas manos que saludan muchas veces. Hay globos, alegría y niños en brazos esperando al papá que quizás todavía nunca han visto.
Quién hasta hace algunas horas era, sin más, un emigrante extranjero en una tierra fría llena de nubes; quien trabajaba sin papeles y tenía el derecho a estar medio escondido se convierte, por el poder del sol, en un resplandeciente ser humano, el querido familiar tan largamente añorado.

Todos los ojos se concentran en el siguiente viajero por llegar y se cruza una mirada agotada por el viaje con una multitud de miradas sedientas. Rápidamente la memoria selecciona aquel rostro que ahora parece tan cambiado, hasta que por fin, sin titubeos, es verdad y los ojos se encuentran.
Ha llegado y no se piensa que tendrá que macharse dentro de unos meses. Ha llegado y parece que será para siempre.
Aunque la escalera mecánica se lo lleva. Ya falta poco, únicamente hay que esperar unos pocos minutos más, mero trámite.

En el Aeropuerto Internacional de Quito, atendiendo a la importancia de estos momentos, se han reducido los controles aduaneros y de documentación al mínimo. Es por eso que el viajero no tiene que poner las manos arriba, ni quitarse los zapatos, ni enseñar el pasaporte catorce veces, sino que llega incluso antes que su equipaje a la cinta transportadora, que se convierte en una improvisada lotería, asignando el orden en que se producirán los abrazos y aparecerán las contenidas lágrimas.

En ocasiones, como es en nuestro caso, los abrazos apasionados se sustituyen por formales apretones de manos que se acompañan con cordiales frases de bienvenida. No, nosotros no somos ecuatorianos, aunque estemos inmersos en la misma vorágine sin comprenderla.

Para recibir sus visitas, los ecuatorianos no visten llamativos trajes que guardan para ocasiones más serias. Ellos, por ser un pueblo emotivo y humilde, suelen llevar la ropa de faena. Vienen directamente del trabajo a la bienvenida por el camino más recto. Con sus pantalones caídos y sus ponchos de lana, con los sacos remendados y el pelo revuelto, pero, irremediablemente, manifestando su enorme dulzura, quizás algo superior a la que un duro y sufrido corazón es capaz de guardar con empeño.

Los sacos remendados. También en España han habido grandes zurcidoras como mi madre, orgullosas de serlo. A ella le tiraban más los calcetines. Eran otros tiempos.
El esfuerzo necesario para componer tan ingente numero de puntadas constituía un pequeño ahorro pero capaz de encauzar la mermada economía doméstica. Horas de trabajo robadas a la noche, pérdida de vista a cambio de poder reutilizar unos calcetines roídos por el tiempo.
Otro tiempo distinto, ya olvidado.

Después de la rigurosa ronda de saludos, al visitante se le lleva de aquí para allá, reservándole un lugar destacado. A través de portales donde se guardan por la noche los carros se llega hasta el salón o centro de la casa. A los pies de una chimenea sin uso, se encuentra la mesa de la tertulia, rodeada de sofás, butacas y gran cantidad de sillas que van llegando de otros lugares para que nadie se quede sin sitio. Es agradable conversar y comienzan a surgir los comentarios pequeños y las anécdotas sin importancia, pero el visitante, sin duda, está cansado (lleva 22 horas de viaje) y no parece, a esta hora, comunicativo en exceso. Hay que abreviar y se saca una antigua botella. A los recién llegados se les invita a una estudiada copa de vino espumoso. La persona más anciana pronuncia un breve brindis donde ensalza los vínculos que une la cultura del Ecuador con el resto del mundo, especialmente si el agasajado procede de España o de algún otro lugar de la América Latina, países que son hermanos. No, no son paises sudacas, son paises hermanos, lo sepas o no.

A partir de ese momento, el viajero se siente muy agradecido por todas las atenciones que ha recibido y que no puede corresponder, salvo con muestras de afecto y meras palabras. Éstas se muestran algo torpes en comparación con el tranquilo discurso de los anfitriones.
Posiblemente, la educación ecuatoriana, dispone de un libro-compendio donde se recoge el listado de todas las frases armoniosas posibles a utilizar en estas conversaciones.
Cada situación requiere la frase adecuada y no otra. Debe ser clara y sencilla, que exprese nítidamente lo que se pretende en cada momento. Da la impresión de que, a cada instante, el hombre o la mujer ecuatoriana abriera ese libro y, tras una breve consulta, leyera con mesurada entonación la frase apropiada.

Durante esta ceremonia de presentación se le da importancia al visitante y se hace cuanto se puede para que se encuentre a gusto. El pueblo de Ecuador sabe acoger a la gente.
Son gentes humildes que habitan por igual la montaña, la costa y la selva, dorados por el sol y apaciguados por el culto a la Virgen del Cisne, oriunda de Loja, que protege, también por igual sus trabajos y sus hogares.

Ya es tarde, nos despedimos. Nos quedamos en la casa de Lourdes, hermana de Patricia, mujer de Pedro, hijo de Maria José, compañera mía, habitante del mundo.
Nos ha dejado su casa para que estemos bien cómodos. Ella, su marido y sus hijos no sabemos dónde se habrán trasladado.

Todo esto se hace muy parecido en España. Con ellos tenemos nosotros tantas o más atenciones.

Sobre la mesa del salón hay rosas recién cortadas.
Unas cuantas rosas de los millones de rosas que los ecuatorianos exportan a los Estados Unidos de América, aunque éstas son nuestras.

jueves, marzo 06, 2008

HACIA MIAMI

Diez horas dentro de un avión se pasan muy rápido ya que hay muchas cosas por descubrir.
En el interior de un avión con destino a América, aunque no lo parezca, es posible ejecutar infinidad de actividades. Además, todo es tan novedoso que incluso la forma de hacer las cosas más elementales cambia sustancialmente.
Por ejemplo, debido a la falta de espacio, las acciones a bordo hay que ejecutarlas con cierto sigilo y medio a cámara lenta, de otro modo se puede molestar al resto de pasajeros o incluso a la eficiente tripulación.
Los entretenimientos principales que recomiendo son los siguientes:
§ Mirar por la ventanilla el ala del avión.
§ Mirar prudentemente lo que hace en el ordenador el vecino de al lado.
§ Sacar y volver a meter en su sitio las interesantes revistas de que dispones.
§ Quitarte y ponerte el cinturón de seguridad, de vez en cuando.
§ Estar muy pendiente del brazo del compañero de al lado para ver quién de los dos es quién ocupa el lugar de apoyo del sillón.
§ Pedir café con leche y comprobar con incredulidad su extraordinario sabor.
§ Intentar dormir en diferentes posiciones.
§ Buscar algún lugar donde apoyar la cabeza, cosa imposible.
§ Mirar el reloj.
· Desesperarse.

Todas estas actividades son amenizadas por la presencia de los auxiliares de vuelo que circulan de aquí para allá inmersos en importantes funciones.
Constantemente tienen ocupados los pasillos en sus desplazamientos, así evitan que nos movamos o podamos ir al aseo y, ya de paso, hacen ejercicio. En ocasiones, para bloquear definitivamente el paso, se acompañan de sus enormes carros, haciendonos creer que van a traer la comida, cosa muy esperada y deseada por el hambre de todos.

La comida, pues al final la traen, se compone de:
· 100 ml de agua (si pusieran más podríamos tener la necesidad de ir al baño)
· Un trocito de pan muy pequeño. Detalle muy importante ya que inicia nuestro periodo de adaptación a la nueva alimentación. En Ecuador directamente se come sin pan.
· Cinco uvas de postre. Al parecer, antes daban seis, pero un avispado ejecutivo calculó los grandes beneficios que suponía para la empresa la supresión de esa insignificante uva que redondeaba la media docena.
· Mantequilla, según parece para untarla en el pan. Que alguién le diga al ejecutivo que puede ahorrársela.
· Una suculenta ensalada, en las proporciones calculadas milimétricamente por el mencionado ejecutivo.
· Cubiertos de plástico. Si fueran de otro material los terroristas de a bordo nos asesinarían a todos.
· Un poquito de sal y pimienta.
· Una salsa rara para la ensalada.
· “Chicken or beef”. Es opcional. Yo muevo la cabeza diciendo que sí, que quiero comida. Por increíble que parezca este plato está muy bueno.
· Un paquetito con galletas, también están buenas.
· Una servilleta de papel para arrugarla y tirarla, pues en tan poco sitio y sin poder moverse no hay forma humana de poder mancharse. Un detalle, para tomar el vaso y dar un trago de agua hay que pedir permiso al de al lado, ya que éste debe dejar de cortar con el cuchillo momentáneamente. Se puede, no obstante, masticar libremente cuanto se quiera. Las diferentes bocas están situadas a una prudente distancia de seguridad para evitar mordiscos.

Por si fuera de interés para los ejecutivos que realizan los cálculos de aprovisionamiento, logísta y atención al pasajero, aporto mis sugerencias al respecto que consisten en incorporar un paquete de supervivencia, junto al chaleco salvavidas, con la excusa de proporcionar los útiles que necesita el pasajero hasta su rescate, en el improbable caso de amerizaje de emergencia. El paquete, cuidadosamente embalado, contendrá lo siguiente:
· Una cantimplora con pajita de, al menos, tres litros de capacidad. Así el pasajero poco pedigüeño podrá beber todo el agua que quiera sin necesidad de pasar sed durante el viaje y sin que ésta se derrame.
· Un potente somnífero para utilizar en el caso de tener que suicidarse por encontrarse a la deriva en el océano sin esperanzas y paliar así los sufrimientos inherentes a esta agonía. De esta manera podríamos dormir.

Con esta sencilla fórmula no solo nos ahorraríamos una uva, sino, quizás, las cinco restantes, ya que la somnolencia suele disminuir el apetito.
Desde aquí me ofrezco a cualquier compañía, aérea, marítima o terrestre, que necesite contar con un organizador innovador, capaz de ideas progresivas. Prometo los mismos resultados o incluso superiores a los del famoso ejecutivo de la uva.
También, desde aquí, pido perdón por anticipado a todos los posibles afectados.

Por último, cuando parecía que el viaje no tendría fin, se produjo la ansiada maniobra de aterrizaje, cuyas emociones no describo por haber cerrado cobardemente los ojos y tener los oídos tan taponados que no escuchaba ni las instrucciones que daba el capitan del aeroplano, ni los gritos de socorro que sin duda se produjeron. Como iba diciendo, fue un aterrizaje completamente normal. Durante los siguientes veinte minutos nos mantuvimos absolutamente parados. Según parece, estábamos esperando a que se liberasen las vías de acceso al aeropuerto, a la vez que, posiblemente, el comandante de vuelo aprovechaba para recuperarse y tomar aliento.

Fue un verdadero alivio abandonar el avión, cosa que hicimos por nuestro propio pie, aunque enseguida nos dimos cuenta de nuestro tremendo error.
En efecto, una vez en tierra, se iniciaron las muy necesarias maniobras de coacción y acoso policial. Se diferenciaban de las padecidas en Madrid en que aquí, por encontrarnos en los Estados Unidos de América, cuna de la libertad, son mucho más temibles.
Con los oídos inutilizados, mi única escapatoria consistía en leer los carteles claramente descriptivos para una persona angloparlante. Visiblemente mareado, opto por seguir al viajero que me precede vaya a la cola que vaya. Creo ver puntos rojos sobre mi camisa. Posiblemente estaré en el punto de mira de algún arma automática con dispósitivo de encañonamiento láser. Veo una luz al final del túnel. Posiblemente ya haya sido abatido y vaya a encontrarme con el ser supremo.

El ser supremo no es Florentino Pérez, sino un oficial de policía identificado con una tarjeta con apellido hispano. En lugar de blanco resplandeciente, viste de negro, aunque se le ve completa y absolutamente feliz. Como no podía ser de otra forma el ser supremo se expresa en el idioma inglés. Le entrego los formularios verde y blanco que he rellenado en el avión poniendo NO en todos los sitios posibles, naturalmente, sin saber lo que dicen. Se inicia el interrogatorio. Me pregunta cómo me llamo, cual es mi nacionalidad y dónde vivo.
Ante la presencia del ser supremo los oídos han dejado de molestarme, además hablo y entiendo perfectamente el idioma: Javier, Spanish, Madrid.
En esta nueva dimensión espiritual, las cosas son muy sencillas, incluso el inglés resulta comprensible.
Me toman las huellas dactilares de los dedos índices de cada mano y me hacen una fotografía. Posiblemente el ordenador esté calculando mi destino que, sin duda, debe ser el purgatorio.
Sufro un pequeño bloqueo temporal. De las siguientes preguntas ya no entiendo nada, he perdido el don de lenguas. El oficial se pone nervioso y repite las preguntas más lentamente. No hay esperanza, el don de lenguas ha desaparecido por completo. Temo una condena eterna más cruel que el mismísimo purgatorio.

Milagrosamente y debido a la cantidad de gente que me sigue en la cola, el don de lenguas aparece, en este caso, en el policía que ahora se expresa perfectamente en castellano.
El ser supremo se ríe. Dice que nos hablaba en inglés para que lo fuéramos prácticando y, por último, en un derroche de consdescendencia, nos da la bienvenida a los Estados Unidos de América.
A mi compañera María José le hace mucha gracia la ocurrencia. Estos americanos en el fondo son muy atentos y divertidos. Yo pienso otra cosa que me reservo, al menos hasta que esté fuera de este magnífico y próspero país.

sábado, marzo 01, 2008

AMÉRICA

9 de Febrero de 2008, 8:00 horas.

Me voy a América, el otro mundo.
Como a tantos otros, al final del inmenso Atlántico, América desconocida me espera con los brazos abiertos. Brazos sensuales, brazos jóvenes dispuestos al trabajo. Los brazos de más allá de las aguas, savia joven donde injertar viejos años europeos.
Me voy diez días, no diez años, simplemente son unas vacaciones a América.
Me voy contigo.

Un viajero nuevo sube a un taxi con destino a América, la primera parada es el aeropuerto de Madrid-Barajas.
También a mí, como a tantos otros, América me promete una vida nueva. Como a los antiguos colonizadores desesperados que subían a los barcos temiendo por sus vidas, igual que a F. Kafka, a quien milagrosamente esperaba su tío.
Eran tiempos difíciles para hombres curtidos. Ahora las cosas han cambiado. El barco se ha sustituido por el avión, los meses que duraba la travesía por diez horas ...
No obstante, he de concluir que las condiciones han empeorado. Conforme la ciencia y la técnica evolucionan consiguiendo nuevos logros que nos hacen la vida más fácil, las condiciones reales a las que han de hacer frente los seres humanos sufren el consiguiente retroceso. Creo que es una ley de la lógica.



Desde las 8:30 horas de la mañana que llegamos al aeropuerto hasta las 11:00 que subimos al avión, la manada de pasajeros de la que formamos parte es conducida por diversas colas por su seguridad.
Las colas para América -similares, supongo, a las de cualquier otro destino- son las siguientes:

  1. Cola de facturación de equipajes.
  2. Control de equipajes de mano.
  3. Transporte a la puerta de embarque, a través de un tren sin conductor.
  4. Control de pasaportes
  5. Cola de embarque.
Ya en la primera cola, amables señoritas hacen preguntas que jamás hubiera llegado yo a imaginar, ni mucho menos un antiguo colono.
¿Cuándo terminó usted de hacer su equipaje?
¿Dónde y cuándo adquirió la cámara fotográfica que ha declarado llevar?

Las respuestas, como no podía ser de otro modo, fueron las siguientes: Terminé el equipaje cuando a usted no le importa y me compré la cámara cuando me salió de los cojones.
En efecto, estas eran las respuestas que estaba deseando pronunciar mi yo interno pero, haciendo un esfuerzo de autocontrol del que todavía estoy recuperándome, mis labios construían frases aportando, en la medida que podían, la información que se les solicitaba.
Decía la verdad, no aprendo. Podía haberme inventado alguna cosa, así, por lo menos, con el riesgo de mentir a unos interrogadores tan eficientes, me lo hubiera pasado hasta bien.

Las preguntas seguía una tras otra invadiendo mi intimidad y haciéndose cada vez más difíciles. Ningún pasajero, por muy metódico que sea, puede conocer concretamente tanta cantidad de detalles, pero esto no apacigua el trámite del interrogatorio. Al final se tiene que contestar como se puede, con vaguedad, incluso con inventiva. Quizás ahí radique la trampa. El viajero que conteste de forma impecable a todas las preguntas posiblemente será considerado sospechoso y sea sometido a especial seguimiento.

En el futuro, no me cabe duda, será necesario aportar documentación fehaciente. Demostrar que, efectivamente, el equipaje fue cerrado y sellado a las 23:00 horas de la noche anterior o que la cámara se adquirió en unos grandes almacenes aportando el justificante de compra. Serán tiempos peores en donde cualquier indecisión podrá tener desagradables consecuencias. Por ahora, cualquier respuesta parece ser que cuela.
¿Cuánto tiempo hace que conoce usted a su acompañante?. ¿El trato entre ustedes es familiar, lo considera usted una persona fiable?

Pero los que verdaderamente sufren las incomodidades del aeropuerto son los pasajeros de la clase ejecutiva, bussiness-class. Ricos hombres y mujeres de negocios que pagan un dinero extra para ser tratados conforme el rigor de la condición social que representan merece.
A estos desgraciados se les hacen cargar con mucho más equipaje que a los viajeros normales, tienen que ir mucho más serios y preocupados que nosotros y sus ropas han de estar impolutas. Creo que les está prohibido sudar.
En ocasiones, incluso, se les somete a colas particulares, mucho más duras y tienen que hacer todo los primeros. Son como los conejillos de indias. Son la vanguardia del porvenir que nos espera.
El interrogatorio con ellos es implacable. ¿Cómo será posible recordar dónde se ha adquirido cada una de las interminables cosas que encierran los tres maletones que, obligatoriamente, cada uno de ellos ha de llevar?. Para hacer más difícil la situación, en ocasiones, las preguntas se las formulan en inglés, idioma muy adecuado en estos casos de intimidación a la vez que totalmente incomprensible para una persona normal. Sofocados por la presión asienten con la cabeza como último recurso. Afortunadamente, ninguno de ellos es detenido mientras estoy presente. Pienso que debido a la oculta compasión de los vigilantes, pues su culpabilidad es evidente hasta para mí, que es la primera vez que asisto a estas pruebas extremas.

Como colofón a los interrogatorios a cada viajero se les suministra unos formularios que se deben cumplimentar en el avión para ser admitidos en América. En este caso, los impresos están inglés para todos. Estoy tentado a entregarme, pero no es posible.

Después de esta etapa de iniciación en la obediencia, la manada de viajeros es fácilmente controlable.
Las siguientes colas están formadas por hileras de, a lo sumo, dos o tres personas, todas ellas bajo vigilancia policial. No son necesarias instrucciones algunas. Se palpa que debe ser así.
La presencia de estos agentes, aunque no es directamente amenazadora ni efectúan agresión intimidatoria alguna, aporta cierta tensión al ambiente que, irremediablemente, nos inquieta. Por precaución, permanecemos callados y sin ninguna muestra de júbilo. No estamos de vacaciones, estamos siendo investigados.

Fieles a su cometido, los vigilantes no sonríen, no saludan, no hablan, de este modo, manifiestan la tremenda repulsa que les provoca su trabajo. Así nos lo transmiten y nosotros les imitamos en cuánto podemos. Pasamos a vigilarnos mutuamente. Entre nosotros puede haber algún sospechoso. Yo mismo pudiera ser ese sospechoso. Estoy completamente seguro de que soy sospechoso de algo aunque no logro recordarlo.

Posteriormente hay que quitarse abrigos, jerseys, cinturones, zapatos... y poner a la vista de los vigilantes todo lo que se lleva en los bolsillos. De uno en uno, pasamos por máquinas para detectar metales o posibles armas ocultas. El pasaporte y la tarjeta de embarque se lleva en la mano y son revisados por distintas personas unas catorce o quince veces.

Veo a algunos viajeros con las manos arriba, supongo que no lo han resistido y se habrán entregado. Después de un registro personalizado especial se les comunica que pueden continuar. Parece que no eran tan malos como parecía.

¿Dónde viajará el avión que voy a tomar, para ser necesarias tantas precauciones?.
Recuerdo como en un mal sueño que me voy a América.

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POR FIN DENTRO DEL AVIÓN

Una vez en el interior del avión parece que estamos salvados.
¿Habrá conseguido el delincuente tan buscado acceder hasta aquí?
No nos importa, el peligro ha pasado. Los pasajeros se recuestan tranquilos en sus asientos. Algunos cierran los ojos disponiéndose a dormir. Las azafatas sonríen. Se sirven coca-colas y cervezas. Estamos contentos.

En las imágenes de televisión se indica cómo actuar en caso de producirse una emergencia, pero ¿a quién le importa?. El peligro ya ha pasado. Ahora, volando a diez mil metros del suelo, ya no hay nada que temer.

Nadie vigila a nadie. Seguramente, por no vigilar, hasta el piloto, en vez de controlar los mandos, se estará echando una siestecilla.

¿Quién entiende todo esto?