jueves, abril 10, 2008

EL PANECILLO



Está anocheciendo. En el Ecuador siempre se hace de noche a la misma hora. Aquí no hay veranos, ni inviernos, ni días más largos o más cortos. Conforme llega la oscuridad se va despejando la ciudad, aunque, a esta hora, todavía es un hervidero. Los coches se concentran por la avenida de Eloy Alfaro, bajo los túneles, donde prácticamente se tocan unos con otros y se detienen.

Estudiantes uniformados hacen auto stop, debe ser la hora en que han terminado sus clases y aprovechan para aventurarse en grupo.
Colegialas adolescentes esperan el autobús rodeadas de muchachos, algo mayores que ellas, que despliegan la chulería de su principal encanto. En Ecuador es obligatorio el uso de uniformes en los colegios, por lo que la gente más joven va elegantemente vestida, mientras el resto desentona.
Las jovencitas frente a los sonrientes aduladores se sienten mayores y se dejan robar junto a las verjas los primeros besos. Otras parejas, más audaces, se aventuran por los parques aledaños, buscando minutos de la oscuridad apenas iniciada.

Una mujer ayudada por varios niños va amontonando y anudando cartones recogidos lentamente, y a un hombre tendido en la acera, posiblemente borracho, alguien preparado para echar a correr le registra los bolsillos de la chaqueta.
El auto circula frente estas escenas fugaces, casi irreales, como las de un teatro mal iluminado. Después gira a la izquierda tomando la cuesta que nos llevará al Panecillo, la pequeña colina del centro de Quito.

Al parecer debe su nombre a la forma de pequeño bollo que tiene la insignificante elevación de algo más de cien metros, si se la compara con su entorno, aunque se ha convertido en el mirador más concurrido, seguramente debido a nuestra antropomórfica miopía.
La escultura de la Virgen de Quito, con unos veinticinco metros de altura, preside el lugar. De su torso de piedra surgen dos angelicales alas. Sí, desde el Panecillo vigila una virgen, pero también un ángel.

Hay algunas barracas de madera donde se vende artesanía a los turistas, aunque a esta hora están desiertas. Dos perros callejeros merodean por los alrededores.

No es posible acceder al mirador que se encuentra en la cabeza de la Virgen, por lo que nos conformamos con divisar Quito desde los pies de la imagen, donde la representación de un reptil vencido parece todavía coletear convulsamente. Es el mal, la serpiente que engañó a Adán en el Paraiso, aunque no tuvo mucho mérito hacerlo, ya que contó con la ayuda de Eva, la primera mujer, los primeros senos.

Quito, al igual que el reptil, se extiende bajo los pies de la Virgen, de norte a sur, como una increible serpiente luminosa y gigante, mucho más viva y peligrosa que cualquiera.
Apenas se distinguen las torres de la catedral y la iglesia de San Francisco de la uniformidad de sus brillantes escamas.
Cada casa, una luz.
Quito, un desorden de infinidad de luces agrupadas al azar hasta el horizonte, donde, por último, se confunden con las estrellas primeras.

Desde aquí, Quito, ya no es un beso de estudiante, ni autos colapsados, ni perros callejeros, sino una enorme cola luminosa, donde cada farola guarda su turno y se pierde borrosa entre la lejanía de los turnos que nunca llegan.

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