EL ACCIDENTE
El día 9 de Febrero, Sandra viajaba con su familia desde Ambato hacia Quito. Eran las 13:00 horas y, ya en las inmediaciones de la capital, fue cuando se produjo el accidente.
A pesar de la gravedad del mismo, la mayoría de los ocupantes del vehículo pronto recibirán el alta médica, según parece. Únicamente Sandra y su mamá han sufrido lesiones importantes. La primera se encuentra inconsciente en la UCI y es urgente su traslado a otro hospital menos caro para poder hacer frente a los gastos. La segunda está siendo intervenida quirúrgicamente en el Hospital Adventista Jerusalén, situado en la Avenida del 10 de Agosto, fecha conmemorativa de la independencia del Ecuador.
Las familias ecuatorianas, que son enormes ya que incluyen toda clase de hijos, nietos y a gran número de tíos, sobrinos y primos, suelen reunirse los domingos por la mañana, aunque las tiendas permanezcan abiertas, al igual que los negocios particulares que dan trabajo a gran parte de la población.
Ayer llegamos y hoy, día 10 de Febrero, también nosotros formamos parte de una de estas enormes familia, me parece que en calidad de suegros. Vamos a visitar a los accidentados.
Un par de carros, que aquí tienen adosado un remolque, bastan para desplazar a los veinte miembros de la familia. Nuestros vehículos se desplazan por Quito de un pequeño hospital a otro hospital. En el camino nos cruzamos con muchos autos similares, es decir, atiborrados de gente. Así tiene que ser para que quepamos todos. Los niños van en brazos y los cintos de seguridad no se utilizan pese a ser obligatorios para los conductores. A veces, en las aglomeraciones, se produce alguna invasión de vía (circular por dirección prohibida) que los policías de tránsito recriminan severamente, aunque a sabiendas de que nadie les hará demasiado caso, quizás porque no van armados, al contrario que los agentes de seguridad privados.
Los hospitales quiteños, al igual que otro gran número de establecimientos, están custodiados por uno o varios guardias de seguridad de no más de veinte años que suelen patrullar en la pequeña sala de recepción.
El muchacho que cuida el hospital, fuertemente armado como la función que desempeña exige, está serio aunque no parece preocupado en exceso. A la vista de todos se encuentra su pistola y la correspondiente gran cantidad de munición, cuando no algún otro arma más pesada y, por tanto, con un grado de disuasión más elevado. ¿Qué se podrá robar en un hospital?. ¿Bisturís?.
En un alarde de condescendencia se dirige al televisor, situado en el rincón superior de una esquina, y orienta las antenas para que el canal donde se emite bien una telenovela o bien dibujos animados, sea captado sin distorsiones. En la televisión siempre hay telenovelas o dibujos animados. En España lo que siempre hay son anuncios.
En el hospital no hay ni amplitud, ni ascensores, ni enfermeras vestidas de blanco. Las escaleras de acceso a los pisos donde se encuentran los pacientes son curvadas y estrechas.
Una camilla desciende tortuosamente por ellas.
El enfermo respira con dificultad, al igual que los cuidadores que lo transportan. Todos nos apartamos para dejar el poco paso libre y la camilla se pierde peligrosamente hacia abajo, donde el guardia vigila y los niños miran muy quietecitos la televisión, salvo el más pequeño, que es tan pequeño que todavía no se da cuenta de la tragedia y da guerra, para desesperación de su abnegada madre que no le quita ojo.
Ante la puerta de cada enfermo, los hombres de la familia esperan sentados en bancos de madera. Antes de entrar o salir todos se estrechan, de uno en uno, las manos. Es una costumbre ancestral que se efectúa sin excusas siempre. Las mujeres, dentro de la habitación, están encargadas de administrar los cuidados al paciente, que incluyen muchas sonrisas.
Una señora de la limpieza equipada con una fregona aparece por una puerta señalizada como Quirófano y continúa fregando ahora el pasillo.
Regularmente, cada par de días, hay que bajar a las oficinas para pagar los tratamientos que el médico ha prescrito. En esta ocasión, ha surgido algún problema. Según parece el hospital no admite billetes mayores de veinte dólares, porque circulan falsificaciones. El banco, para cambiar, los domingos cierra.
Ya he leído, en otros lugares, letreros que advierten que el billete falso será perforado, junto a algún billete de ejemplo repleto de agujeros.
No sé qué solución se habrá adoptado. Lo que sí sé es que estas gentes que viajan juntos, ríen y lloran juntos, tienen también un destino común, como los piñones de la misma piña.
Aún cuando los enfermos no están completamente restablecidos se les da de alta para que sigan la recuperación en casa, ya que resulta más económico. Salen con visibles vendas blancas, en brazos de su mamá si son pequeños o cojeando y apoyándose en los hombros de alguien cercano los mayores. El coche de la familia les espera aparcado abajo. Detrás del enfermo, que va el primero, vienen todos los familiares acompañando. Las ambulancias se utilizan para otros traslados más urgentes.
El accidente no debe influir en la vida de la familia. No se deben alterar los trabajos, los planes, los compromisos, la boda.
Basta que los familiares se dejen ver, un gesto diciendo que todavía se puede contar con ellos.
Una hermana de Sandra, cuya hija sigue hospitalizada, aunque fuera de peligro, dice que es una fatalidad, se excusa de no poder atender bien a los españoles, les anima a que disfruten del Ecuador que es un país muy lindo. Como no tengo a mano el libro de las frases apropiadas para cada momento, no encuentro palabras para animarla, además, sería inútil, ya que tengo un nudo en la garganta.
Quizás haya algunas plazas vacías en la boda de Patricia. Los enfermos y sus familiares más allegados.
Seguimos con nuestro viaje. Para mí todas las calles son iguales. Bazares, locutorios, comedores, fruterías y gente. Se vive en la calle.
Soy un extra en esta representación de la vida o quizás un espectador. Me llevan por calles desconocidas sin saber siquiera adonde.
Subiendo una cuesta se llega hasta la casa de Carlos. Allí en la acera me da un cigarro Lucho, el padre de Patricia. Fumamos Lark, fabricado en Ecuador bajo licencia Phillip Morris, los que se consumen aquí.
Quito es un conjunto inmenso de casas que, partiendo del fondo del valle y ascendiendo por las laderas, intenta llegar a las próximas cumbres sin conseguirlo.
Quito, al igual que los quiteños, quiere subir pero hay barreras que lo impiden.
Los árboles desde arriba miran el revoltijo selvático de las casas, sin darles demasiado importancia a pesar de su número. Parece que Quito sea el único lugar del Ecuador donde haya tantas casas como árboles.
En Quito, como en Ecuador, si estás enfermo y no tienes dinero te mueres, dice alguien. Nadie lo rebate.
2 comentarios:
Qué quejicas somos, para cambiarnos la mala cara solo hay que ver mundo
ERES UN MAKINAAAAAAAAA LO QUE ME ESTOY RIENDO CON TUS RELATOS, ERES UN POOOOFESIONAL jajjajaja Por verte la cara ahi en los interrogatorios esos del aeropuerto...q bueno los viajes.-.cuantas experiencias...q envidia... UNBESAZO DESDE MENORCA.
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