domingo, junio 01, 2008

SEMÁFORO ÁMBAR

Por la mañana, al salir del cuarto de baño, me encontré sin esperarlo con el semáforo. Se encontraba con el foco ámbar intermitente pero, a pesar de la rapidez con que quise saltármelo, en seguida pasó a rojo, impidiéndome girar hacia la cocina donde tenía pensado desayunar legalmente.
Únicamente había estudiado normativa de semáforos en vías urbanas e interurbanas, jamás pensé en encontrarlos en vías domésticas ni en domicilios privados visitados por primera vez.
Colgaba del techo y tenía cuatro caras con sus correspondientes 3 focos: verde, amarillo y rojo. En total 12 luces, que no se sabía muy bien si se encendían y apagaban o si el semáforo giraba en sentido contrario a desaflojar una bombilla.

Además de la función meramente decorativa, de dudoso gusto, pensé que el semáforo serviría para regular los desplazamientos en el cruce dando preferencia al paso desde el pasillo hacia el salón o al cuarto de baño o bien, según el trayecto transversal, desde la cocina al patio
En este momento, no era en absoluto necesario debido a la ausencia de peatones (yo puedo exceptuarme, ya que sólo sumo uno), pero cuando viniera la superpoblación, es decir, las vacaciones de verano, sería muy útil.

Miré hacia ambos lados, por si se hubiera habilitado algún carril bici de los 575 km proyectados para los próximos años y, en ese momento, se puso de un magnífico color verde haciéndolo saber con un sonido intermitente, igual que el trino de un pajarillo, dirigido, sin duda, a hipotéticos invidentes o potenciales despistados.

El abuelo, que era el dueño de la casa, no andaba desencaminado habiéndolo instalado, ya que la recua de sus nietos, que se hace acompañar de todo tipo de animales, es muy aficionada a los desplazamientos vigorosos atropellando cuanto hallan frente a sus cortos pasos, tengan, o no, preferencia de paso o más de 75 años de antigüedad.

Resguardado tras mi tazón de cola-cao, pude ver como Ana María, iba ya a saltárselo sin más, deteniéndose sólo en el último momento, cuando descubrió mi vigilante presencia.
A raíz de estos primeros abusos, se instaló una cámara de vigilancia para descubrir y grabar posibles infractores.
Desde ese momento, el semáforo gobernó con rectitud el cruce dando prioridades equitativas a las diferentes direcciones con sus correspondientes destinos.
Según las estadísticas, ni yo, ni Ana María, ni cuantos han cruzado por este pasillo hemos vuelto a saltárnoslo, aunque lo miramos tristemente suplicando con los ojos que nos deje pasar, ya que nunca viene nadie.
El semáforo, por complacernos, se ha vuelto más ágil moviendo sus focos con rápida maestría y dejando pasar al primero que llega sin causar, prácticamente, esperas innecesarias.
Un día coincidimos Ana María y yo frente al semáforo, el cual, galantemente, prefirió que pasase ella.
Desde entonces suelo encontrármela casi todas las mañanas. No sé si por coincidencia de horarios o porque le gusta pasar primero haciéndome esperar. Además, pasa despacio, contorneándose como una gata.

Cualquier día de estos la atropello.

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