EL RESCATE
Durante seis días estuvo sepultada Fuencisla bajo la nieve, sin que nadie se diera cuenta. Al séptimo día, un vendedor de enciclopedias y seguros se encontró la carretera cortada. Como inexcusablemente tenía que cobrar la cuota mensual de Ángel Rafael Peláez, único fuencislense suscrito, continuó su camino a pie.
En un principio se sintió desconcertado pero, sospechando que se tratara de un ardid para evitar el pago, su intuición le llevo a iniciar las excavaciones. Utilizando el tomo IV de la Enciclopedia Universal de Arqueología que presentaba un amplia superficie acorde con el interior, consiguió llegar hasta la veleta del campanario y comprendiendo que la tarea era excesiva para un solo hombre, aunque éste fuera un experimentado vendedor, lo puso en conocimiento de la oficina Central.
Fuencisla había desaparecido.
La noticia llegó a la prensa que mandó sin tardanza a sus enviados especiales. Inmediatamente después se iniciaron las labores de rescate. Desde la capitanía de la región militar se proyectó la operación Calamar, por el color de la tinta con que se firmaron los salvoconductos. Se desplazó a la zona dos compañías de zapadores de montaña al mando del comandante Salvador Buenavista que se caracterizaba por una cojera adquirida en su misión anterior, tras un heroico percance.
En Salvatierra la noticia cayó como jarro de agua fría. En efecto, Fuencisla, el odiado pueblo enemigo ya no existía, de lo cual se alegraban profundamente, pero lo habían hecho ANTES QUE ELLOS. Nunca se lo perdonarían.
La operación Calamar consistía en la construcción de una cuenca para encauzar las aguas, el levantamiento de un muro de contención de aguas y utilizar un sistema de múltiples lentes para derretir la nieve. Como no podía ser de otro modo, el cauce elegido se correspondía con el arroyo Molino, el cual llegaba hasta el cerro Collado, lugar donde ya estaba colocada la primera piedra de la proyectada presa de Santa Gadea que, para sorpresa de todos, de esta forma adquirió material consistencia.
Mientras tanto, el pueblo de Fuencisla, ajeno al revuelo que había ocasionado, continuaba con sus quehaceres diarios. Se desplazaban por sus pasadizos subterráneos para cumplir con sus obligaciones laborales, aprovisionarse y acudir a sus tertulias. Todo esto sin olvidar la conservación de la nieve, la cual iba incrementando su volumen ya que, presionando con ayuda de cuñas, se conseguía aportar la obtenida mediante fabricación casera, cuando no a través de las ventanas, a través de las chimeneas que nunca estuvieron taponadas debido a las altas temperatura que alcanzan los vapores que por ellas se despiden.
La cubierta de nieve proporcionaba un extraordinario sistema aislante contra las influencias externas que tantas incertidumbres habían causado, tanto a la moral como a las costumbres fuencislenses.
Por lo tanto, el pueblo se hallaba en perfecta paz y concordia cuando, desde las alturas, suspendido de un arnés, descendía en traje de campaña el comandante Salvador Buenavista, benefactor de los desesperados, el cual vino a poner su marcial y cojitranco pie sobre la blanca e inmaculada nieve justamente situada en el centro de la plaza, acto completamente prohibido, perseguido y una humillante afrenta para el orgulloso sentir fuencislense.
De nada valieron explicaciones ni galones. El comandante fue arrestado, injuriado y vilipendiado.
Agradecían la construcción de la presa, pero no querían ni agua ni alimentos. Nunca, bajo ningún concepto, se habían bebido sus propios orines y si querían salvarse, ya se rescatarían ellos solos aunque fuera saliendo por Salvatierra.
A través de la emisora de radio que portaba el comandante se pusieron en contacto con su estado mayor, negándose a la entrega pacífica del comandante. Así se inició el día seis de junio la operación "libertad sin ira" que produjo notables episodios dignos de histórico recuerdo.
de ser salvajemente arrojado al pilón de Fuencisla.
1 comentario:
¡Qué genial! jajajaja si al final me vas a salvar la mañana...
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