miércoles, mayo 23, 2007

EL BOTÍN DE GUERRA

Cuando el comandante Salvador de Fuencisla comprobó que los últimos focos de resistencia zapadora eran apresuradamente abandonados no sintió la llama de la victoria arder en su corazón, sino que, frío y calculador, ordenó que se repitieran más ceremoniosamente los últimos apresamientos y rendiciones para infundir dignidad en este momento histórico.
Aunque, en rigor, no se había producido la capitulación del enemigo pues, en esencia, se trató de una huida en desbandada, a los zapadores que cayeron en su poder, bien fuera porque alguna herida les impedía el ejercicio físico o bien porque, inmersos en la confusión del momento, equivocaron la dirección apropiada, les obligó el comandante a entregar simbólicamente sus armas y sobretodo la enseña estandarte del Batallón, que se hallaba abandonada a su suerte.
Una vez interrogados los prisioneros, se comprobó que en el XXII Batallón no existían planes premeditados de reagrupamiento, ni siquiera la intención de emboscarse en el monte para mantener una vengativa guerrilla de hostigamiento, por lo que redactó sin tardanza, para general conocimiento, el último parte de guerra y procedió, ayudado de un megáfono, a la lectura del mismo donde se anunciaba el fin del conflicto y su resultado.

Vitoreado por sus hombres, el comandante se negó a ser paseado en hombros por la localidad, aunque anunció como contrapartida la posible celebración de, al menos, un desfile conmemorativo.
Preparado como estaba para alcanzar las más altas cumbres del laureado oficio militar, la terrible batalla de Fuencisla únicamente le parecía una pequeña escaramuza, como si un escalador alpinista se paseara una tarde primaveral por orondas y redondeadas colinas.

Hombre de acción, una vez concluida ésta, el tiempo de análisis había llegado.

Era bien cierto que la victoria era incontestable y magnífica, pero el comandante se dio cuenta de la escasa rentabilidad que había tenido, pues, en verdad, las posiciones que los zapadores habían abandonado correspondían íntegramente al término municipal de Fuencisla, que, por lo tanto, ni había incrementado sus posesiones, ni había obtenido mejoras estratégicas en el terreno diplomático-constitucional.
En el fondo, los obuses y las bombas arrojadas por uno y otro bando habían venido a caer sobre la misma Fuencisla, que los había padecido todos, y lo único que había ganado en toda aquella absurda batalla era nada más que destrucción.
Destrucción de sus calles, de sus edificios, del magnífico campo nevado que eran sus alrededores y mucho dolor en el corazón de los fuencislenses, muchos de ellos heridos, aunque, oficial y afortunadamente, ningún muerto, gracias a la contabilidad que el mismo comandante, con ayuda de sus fieles subordinados, sin rubor, manipulaba.
Llegó, así, a saber el meditabundo comandante como el desaforado amor que sentían por esta ciudad había sido, en cierta medida, el causante de su actual ruina y decidió, para el futuro, poner remedio a esta única falta.

Para incrementar el compromiso de la oficialidad, pensó en repartir condecoraciones, títulos y prebendas, muy apreciados entre aquellos por el prestigio que les aportaba y, a su vez, para contentar a la clase de tropa, más mundana y materialista, les dio los despojos del campo de batalla, como botín de guerra.
La soldadesca, por tanto, recorrió los campos nevados de Fuencisla apropiándose de cuanto encontraban abandonado a su paso: piolets, crampones, esquíes, granadas de mano y demás material militar pero, aunque esto potenciaba enormemente su capacidad operativa y militar, ellos hubieran preferido encontrarse con pijamas, cheques al portador, suculentos jamones y grasientas ristras de salchichones ibéricos, que compensaran más básica y cumplidamente las penalidades que habían padecido.
Cuanto mejor hubiese sido, pensó el comandante, haber mantenido estos mismos enfrentamientos, en vez de contra zapadores, contra diez o doce pueblos pertenecientes a las comarcas más próximas, de manera que ahora el territorio dominado fuera de cinco o diez mil kilómetros cuadrados, suficiente para, por una parte, saciar la avaricia de su ejército mercenario, y por otra, proclamar la ciudad de Fuencisla como capital de una nueva región o provincia, cual merecía, y negociar, privadamente, sus nuevas atribuciones dentro del organigrama del estado.
Le hubiera hecho mucha ilusión al comandante el nombramiento, entre sus oficiales, de delegados del gobierno, diputados en cortes, alcaldes, gobernadores provinciales, obispos y vicarios, pero tuvo que contentarse con nombrar autoridades simplemente de ámbito local y entregar medallas que únicamente premiaban el mérito municipal.

Dos eran las opciones que el horizonte del destino deparaba a Fuencisla. La estrategia de conquista o la de esperar pacientemente.

Si lanzaba su ejército sobre los limítrofes territorios bien podía apoderarse, fruto del sorpresivo avance, de muchos de ellos, incluyendo grandes cantidades de comarcas, polvorines y recursos de todo tipo, pero la indudable superioridad militar del ejercito español, numérica, aérea y marítima, junto con el potencial de todos sus aliados de la OTAN, le hicieron replantearse estos iniciales propósitos.
Para el futuro, sin embargo, se hizo la promesa de aprovechar mejor las eventualidades que el destino deparase. Su estrategia se basaría en realizar un traspaso ficticio de poderes a la autoridad civil para iniciar así un próspero periodo de bienestar económico presidido por la paz.
Mientras tanto la élite de su ejército continuaría trabajando y preparándose desde la sombra, realizando labores de inteligencia acerca de la resistencias que podrían encontrarse y esperando pacientemente momentos favorables para realizar la expansión territorial y cultural que Fuencisla merecía y anhelaba.

Se declararon tres días fuencislenses de celebraciones y galas, se organizó un epopéyico desfile y se iniciaron las tareas de reconstrucción de las infraestructuras dañadas.
Fuencisla, en paz, continuaría avanzando en pos del progreso hacia un brillante futuro.

1 comentario:

Mar dijo...

Esperamos pacientemente los momentos de paz que se van a vivir a partir de ahora en Fuencisla, después de los intensísimos disfrutados hasta ahora.
Besos de una transeúnte fuencislense