FÁCILMENTE IRSE
Eva Soto Revuelta se fue a dormir mucho antes que los demás. En realidad no tenía sueño pero quería salir de aquel bullicioso ajetreo, así que bostezó y se despidió de todos con cara visiblemente cansada. Para que no se marchara sola, Felipe se ofreció a acompañarla y lo hizo hasta la calle Sierra de León donde consiguió parar amablemente un taxi. No les dió tiempo a conocerse, tampoco a hablar de los exámenes que Felipe se traía entre manos, ni siquiera de Zaragoza, lugar donde había nacido hacía ya unos veinticuatro años. El taxi era del rayo y Felipe, que nunca había estado en el estadio de Vallecas, levantó la mano en señal de despedida, permaneciendo de pie junto al semáforo verde mientras caían los laterales de su abrigo largo hasta casi el suelo .
Eva Soto Revuelta miró su reloj que marcaba las doce y veintidos. Como no podía fumar hasta finalizar el recorrido, recurrió a acordarse de las gafas negras de Felipe, de pasta gruesa y rectangulares. A partir de las gafas, para ir rellenando el espacio vacío, aparecierón también la cara y el pelo de Felipe, que parecía decepcionado, con la mano derecha arriba y sonrisa de niño vencido.
Aunque Felipe andaba ya de regreso al nocturno cumpleaños, bastante lejos del semáforo, a Eva le pareció que continuaba allí y le agradó su persistencia, aunque también le dió un poco de pena. Desde entonces no le inquietan las obligadas esperas ante el semáforo, a bordo de su antiguo Renault Clio e incluso mira por el espejo retrovisor una vez que los rebasa, sin saber todavía que prefieriría: si encontrarse con una mano arriba o una pequeña sonrisa.
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