PERITONITIS AGUDA
Ayer por la mañana tuve que ir al hospital Esteban Figueroa donde han operado a mi primo de peritonitis, es decir, de la barriga. Desde la muerte de sus padres, se aficionó a la comida de bote y su barriga fue creciendo como bola de nieve hasta que empezaron los dolores y, tras acudir a una consulta, fue descubierto por los doctores.
Por comida de bote entiendo los botes de cerveza fría, directamente del congelador.
Yo ya se lo había advertido: Esteban, tenemos que preocuparnos un poco más, cuidar nuestra alimentación, hacer ejercicios, por lo menos leer algún periódico o ver siquiera la televisión, dicen cosas de interés general.
Hablaba en plural para que no se sintiera directamente aludido, y él, en lugar de hacerme caso, va al médico de cabecera, seguramente influido por su mujer.
Antes de visitarlo en el hospital, me encontraba bastante nervioso. Acceder a estos terribles lugares es sumamente difícil y arriesgado. La mayoría de las veces no te dejan pasar si no dispones de ciertas credenciales autorizadas. No obstante, como contrapartida, me acuciaba un fuerte deber familiar para con el enfermo. Era mi único primo, de mi misma edad. De pequeños habíamos ido juntos a la escuela, juntos nos habíamos defendido, hasta habíamos jugado felices por el parque al trompo y a las bolas con nuestros pantalones cortos.
Tenía que vistarlo costase lo que costase.
Por ser felices entiendo merendar pan y chocolate y por jugar a las bolas, echar mentiras tan gordas que van creciendo rápidamente a la vez que te las vas inventando.
Para empezar, ya en la puerta estaban apostados dos guardias de seguridad vigilantes. No tenía plano directriz y tanto las puertas como los pasillos de estos lugares están diseñados con tal maestría que, aunque consigas colarte en la entrada, acabas irremediablemente perdido entre sus clínicos entramados laberínticos.
Después de una hora deambulando por la entrada aguzando el ingenio tuve la fortuna de que en las puertas del hospital acaeciese el desmayo de una anciana, de manera que la anciana, su marido y yo, que me uní al traslado de la afectada en calidad aproximada de hijo, accedimos al recinto en busca de urgente atención médica.
Una vez dentro del recinto, todo el mundo lo sabe, si se quiere llegar a las habitaciones de los enfermos graves, es recomendable alejarse de los lugares donde haya público, aventurarse por los caminos señalizados con: "Prohibido el paso" y utilizar el servicio de ascensores para uso exclusivo del personal facultativo.
Gracias a Dios, en estos sitios las diferentes plantas están numeradas y etiquetadas, la mía era la quinta: Aparato Digestivo. Mi estrategia básica consistía en preguntar a las enfermeras hacia donde se encontraba la salida, para posteriormente dirigirme en sentido contrario. Estas uniformadas mujeres tienen tanta prisa y están tan sumamente atareadas que no se dan cuenta de lo que se les pregunta, cuanto más de la dirección que toma el demandante.
Después de algunas investigaciones y correcciones, por fin, llegué a la habitación de Esteban, el cual se encontraba echado hacia el lado izquierdo. Su mujer, por llevar la contraria, hacia el derecho. Sus hijos no habían acudido ya que se encontraban en época de exámenes.
Esteban estaba tan enfermo que no tenía muchas ganas de hablar, supongo. En realidad, nunca hablaba, por eso cuando entré permanecí observándolos en silencio, sin ni siquiera dar la luz de la habitación.
En la oscuridad no se veía mucho, por lo que, según creo, no se dieron cuenta que tenían visita.
Posiblemente ni siquiera fueran ni mi primo Esteban ni su mujer quienes se encontraban allí, sobrellevando estoicamente el periodo postoperatorio. Además había un ramo de flores sobre la mesita blanca y mi primo la primera y única vez que recibió flores fue a la edad de veinticinco años, como agradecimiento, una vez que rescató a un niño que iba a perecer ahogado en la laguna Esteban Figueroa.
Curiosamente el hospital y la laguna tenían el mismo nombre, observé. Fue en ese preciso momento cuando me dí cuenta de la sospechosa coincidencia y empecé a atar cabos. Los hijos de Esteban también estudiaban en la Universidad Esteban Figueroa, incluso el domicilio familiar se encontraba en una calle con ese nombre. Demasiadas coincidencias. Antes de salir a la calle a toda prisa había resuelto el terrible misterio. En realidad, mi primo, el peritonítico, era el auténtico Esteban Figueroa y todo lo que tenía relación con él acababa llamándose de ese mismo modo, no sé si en honor a los méritos e importancia de mi pariente o por una simple costumbre familiar nuestra y de nuestros antepasados, la estirpe de los Figueroa, entroncada con las casas de Casares y de Rocafría.
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