LA CAMA GRANDE
Si en algo estuvimos de acuerdo, al principio, es que la cama tenía que ser grande, grande y única. Así podríamos estar juntos y a la vez lejos. Esto no lo dijimos explícitamente pero lo pensamos cada uno por nuestro lado, sin confesarlo. Con una cama así, de ese volumen, los demás aspectos de la convivencia, aunque no lo parezca, resultaban claramente favorecidos.
Vivíamos en una gran ciudad, que como todas las grandes ciudades únicamente dispone de pequeños espacios para la gente. Casi me gustaba estar todo el día apretado: en el autobús, tomando café, por las concurridas aceras... así, cuando llegaba la noche al horizonte de la cama, los sueños cabalgaban como si no tuvieran límites.
A la cama fuimos llevándonos primero los periódicos y después algunos libros, muchos cojines y hasta muñecos de peluche. Era más práctico tenerlos allí porque así no tenías que levantarte a por ellos, además de que no ocupaban casi ningún espacio. Un día que quería ver una retransmisión nocturna me llevé la televisión y la dejé a los pies de la cama, donde se quedó.
De este modo, en los alrededores de la cama se fueron acumulando las pequeñas cosas que, en ocasiones, son necesarias. Para tomar alguna copa, se dispuso de un pequeño mueble-bar y para hacer un rápido desayuno una tostadora y un calentador eléctrico.
Cuando andábamos buscando algo siempre decíamos: “¿Has mirado en la cama?, me suena que la última vez lo vi por allí”. De esta manera, cuando algo no tenía sitio iba a parar a los alrededores de la cama, donde no tenía pérdida si alguna vez era necesario encontrarlo rápidamente.
Los domingos tocaba limpieza de cama. Se cambiaban las sábanas y se apilaban las cosas según su tamaño, ocupando los lugares inferiores las cosas mayores y, por tanto, más estables. En esos momentos de orden extremo, la cama podía alcanzar una altura de unos tres metros y medio, pero disponíamos de una escalera metálica para acceder a los estantes superiores.
Para trabajar, instalamos ordenadores en la cabecera de la cama.
El frigorífico, la lavadora y la ducha abandonaron sus emplazamientos originales y se fueron instalando en los aledaños de la enorme cama, la cual, a pesar de su descomunal tamaño inicial iba aumentando con los accesorios que le íbamos añadiendo.
Llegó un momento en que ya no podíamos salir de la cama, pero en realidad no nos importaba pues todo lo que necesitábamos se encontraba a mano. Lo peor era que la cantidad de cosas que, pese al escrupuloso orden, habían ido ocupando la cama redujeron el espacio útil al mínimo. Yo dormía en cunclillas junto a un potente ventilador que refrigeraba el ambiente durante los horribles meses de verano y ella se había perdido hacia el sur, más allá de las estanterías de lírica provenzal y de sus suntuosos vestidos de noche, ordenados en la lejanía según los colores y las estaciones del año.
En estas condiciones los sueños fueron perdiendo su inicial vigor. Ya no estaban llenos de imaginación y de abundantes sorpresas, sino que eran tan tristes que la mitad de los días ni siquiera los recordaba. Una noche llegué a soñar que no tenía casa e iba transportando en un carrillo todas mis pertenencias buscando por las esquinas algún lugar donde dormir. Elegí un lugar poco iluminado y dispuse unos cartones por el suelo para protegerme de la humedad. Mirando el cielo y con toda la enorme calle vacía para mí, me di cuenta de que se estaba bien. Alargué el brazo y del carrillo cogí la botella de vino. Todo lo que necesitaba se encontraba al alcance de la mano. Había oído que querían hacer una ley para prohibir el consumo de alcohol. ¡Qué hijos de puta!. ¿Por qué no hacían una ley que prohibiera levantarse y así yo podría quedarme allí tranquilamente quieto?.
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