LA NUBE DETENIDA
El cielo de Fuencisla es de un azul intenso, diferente de los demás lugares, al igual que el sol, que aquí brilla casi siempre con la alegría de la primera primavera. También las sombras aquí son más oscuras, pero ése ya es otro cantar.
Todo esto, a lo mejor, no es rigurosamente cierto, pero así nos lo parece a nosotros, quizás, porque cuando viajamos, cosa que solemos hacer pocas veces, no nos ocupemos tanto de mirar al cielo y de valorar el tono de los colores, como de la vigilancia de nuestros equipajes.
Pero, bueno, como iba diciendo, en Fuencisla amanece fuerte y muy temprano, de golpe, y, antes de desayunar, los fuencislenses solemos salir a las puertas de la calle para que el sol y el viento solano nos quiten los restos de oscuridad que la noche deja adheridos a la piel o impregnados entre el desorden de los cabellos y ante los cuales el agua y el jabón son completamente ineficaces.
Así es como cada día, sobre las siete de la mañana, nos damos cuenta de la suerte que tenemos de estar aquí bajo nuestro cielo impoluto y cristalino como un arroyo en la montaña.
Al estar Fuencisla en el llano, al sur y al oeste de las Sierras de Alhambra y Alcaraz, que hacen las veces de un embudo, el viento solano es un peligro por su fuerza, de ahí nuestra manía por tener siempre puertas y ventanas cerradas, así como estar vigilantes para evitar que, ante cualquier distracción, se nos rompan los cristales. Por todo esto, en Fuencisla las nubes cruzan deprisa, del oeste hacia el este, contra el calor del sol, sin pensárselo, sin detenerse, como los aviones o las bandadas de patos emigrantes. Es así que aquí llueve poco, mal y casi nunca, aunque a nosotros, que ya estamos acostumbrados, no nos quite demasiado el sueño.
Aunque esta vez la cosa ha cambiado y una nube, en vez de correr, se ha quedado detenida justamente sobre la ermita del Santo. Lleva dos días y ha ido creciendo sin parar. Ya tiene ocupaba toda la parte de los cerros a los que ha inundado en una especie de neblina de polvo gris. Aunque parezca que la nube está sobre la ermita, en realidad se encuentra sobre la Vega del Azuer, sobre las huertas y los membrilleros.
Ya se me han empezado a revolver las tripas con la nube, entonces cojo al Duque y me lo llevo a la Dehesa Nueva, por el Pozo Higuera. Son unos cinco kilómetros de ida y otros cinco de vuelta. Le digo al Duque que busque y el Duque anda de arriba abajo olisqueando peñascos y metiéndose entre las hondonadas de los zarzales, pero nada.
¡Más lejos Duque, busca más lejos, que algo tiene que haber!, y me cabreo y le tiro piedras. Y el Duque harto, más viejo que antes, viene y se me pone de frente y me pega dos ladridos. Solo dos. Y yo, como ya me lo sabía, le paso la mano por el cuello mientras él mueve nerviosamente el rabo.
Nada, que no hay absolutamente nada. Ya se han ido.
A raíz de que la nube se ha parado sobre la ermita, los conejos, los perdigones, las avutardas y hasta los guarros se han ido de Fuencisla y nos han dejado solos, malo. ¿De qué nos sirve entonces tener el cielo más puro y el sol más caliente, cuando la nube se ha instalado sin dejar de crecer sobre la ermita del santo?
Esta noche me tengo que acercar con el coche hasta Viveros a por yoduro de plata. Aquí, en Fuencisla, no se pueden comprar los cohetes porque entonces sabrían que he sido yo el que los he estado tirando.
Se llama sembrar nubes y en México lo hacen desde las avionetas. Se suben con las avionetas hasta las nubes y allí, entre ellas, les tiran los cohetes de yoduro de plata. Así es fácil y no se puede fallar. Yo, sin embargo lo tengo que hacer desde la tierra. Al parecer, el vapor de este producto químico cristaliza en pequeños puntos, a partir de los cuales se empiezan a formar las gotas de la lluvia y en vez de llover media nube, llueve la nube entera.
En realidad, en Fuencisla, ni a nosotros, ni a los conejos, ni a las perdices nos hace falta la lluvia, a nosotros lo que nos da miedo es que la nube tan grande, tan quieta, se esté una semana incubando piedra y tormenta.
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