miércoles, marzo 21, 2007

¿QUÉ PONEN HOY DE COMER?


He observado que a primera hora de la mañana ando bastante despacio, si lo comparamos con el resto del día y en especial por la noche. No es que yo tenga demasiadas prisas o quiera hacer demasiadas cosas (en realidad no quiero hacer ninguna), sino que, al ver cómo me adelantan por uno y otro lado incluso al mismo tiempo, llego a ponerme algo nervioso temiendo por mi estabilidad. ¿Qué será de mí dentro de algunos años, cuando mi atlética figura y mis trabajados pectorales dejen paso a otra musculatura menos elitista?, llego a preguntarme. En la actualidad, a estas tempranas horas, no podría, llegado el caso, ni siquiera perseguir a casi nadie. Afortunadamente tengo un profesión sedentaria que no me obliga a desplazamientos continuados y aunque, supuestamente, fuera detective privado, tampoco existiría un problema insalvable, ya que normalmente las horas de persecución suelen empezar después de las comidas.
Las causas de mi lentitud hay que buscarlas en la infancia. Ahí es donde se encuentran la gran mayoría de las respuestas a nuestras preguntas (para buscar preguntas lo mejor es ir a la adolescencia o a la universidad).
Recuerdo que, entonces, cuando nevaba lo hacía por la noche, de manera que a la mañana siguiente ya se encontraba todo blanco con unos veinte o treinta centímetros de nieve. Para ir a la escuela había que tener mucho cuidado ya que con las botas y el barro en conflictivo contacto era muy fácil ensuciar la nieve. Fue por aquella época cuando empecé a sufrir los primeros casos de adelantamientos múltiples. Lo que ocurría es que como tenía gorro de lana, guantes y frío no me importaban en absoluto. Además formaban parte de una técnica, eran necesarios a la hora de encontrar el camino. Desde mi pequeña estatura, como he dicho en aquel entonces era un niño, todo lo que alcanzaba a divisar era blanco, es decir, nieve y así no había forma de llegar a la escuela sin ayuda. La dirección correcta que debía seguir me la proporcionaban los adelantamientos. Así cuando me encontraba algo desorientado o bien buscaba por el suelo huellas de colegiales hacia la escuela o bien disminuía la marcha esperando algún adelantamiento. A lo largo de la mañana, con el paso del tiempo y la actividad del sol, la nieve se iba derritiendo casi sola, de manera que al salir de la escuela ya no era ni fría ni blanca y podía volver a casa sin necesidad de precauciones. En cuanto llegaba lo primero que preguntaba era qué iban hoy a poner de comer, hábito que, después de casarme y al trabajar también por la tarde, he abandonado.

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